Orar
1 Tesalonicenses 5:16-18
Estad siempre alegres, Orad sin cesar,
Dad gracias a Dios en toda situación,
porque esta es su voluntad para vosotros en Cristo Jesús.
La vida cristiana expresa su realidad mediante la oración.
Le es indispensable.
No puede haber ninguna clase de vida cristiana si la oración no está presente.
El cristiano es, por definición, el hombre (o la mujer) que ora.
Si la oración desaparece de su vida, no queda nada que sea específicamente cristiano.
Quedará el hombre religioso, el moralista, la persona honesta, el católico o el protestante,
pero le faltará lo que es fundamental.
La diferencia será tan profunda como la que hay entre una rosa natural y una artificial.
A primera vista, podrán parecer iguales, pero la diferencia es abismal.
Una tiene vida, la otra no la tiene ni la ha tenido nunca.
El primer movimiento del hombre tocado por la gracia de Dios es orar.
Quizás no sepa cómo hacerlo, ni qué decir, ni qué pedir.
Quizás no tenga nada que pedir.
Pero el Espíritu que ha entrado en su vida, ora en él y por él.
Y lo que sale del corazón, lo que el Espíritu provoca en el hombre convertido,
es el anhelo de Dios, la oración más profunda;
“Abba”, que significa, “Padre” (Ga 4,6; Ro 8,15).
Orar es, pues, en primer lugar, la aspiración a Dios, el encuentro.
Entrar y vivir en una comunión. Diálogo. Hablar y escuchar.
Dios y nosotros, en una relación auténtica, en la que hay, en primer lugar,
la magia del éxtasis y la contemplación, la maravilla del encuentro con el infinito.
Después vendrán las palabras, las de alabanza que surgirán espontáneas de nuestros labios,
las de reconocimiento de nuestra pequeñez e imperfección, finalmente,
como culminándolo todo, la presentación de nuestras necesidades y las de los demás.
Pero, no haciendo de la oración sólo un instrumento funcional para obtener aquello
que de otra forma no podríamos conseguir, sino reconociendo ante El nuestra pobreza,
nuestras carencias, nuestra realidad humana total.
Antes que lo digamos, El ya lo sabe, pero quiere oírlo, quiere que lo digamos porque,
al decirlo, nos ponemos en la situación en que la bendición de Dios es posible.
Pero la oración no es solamente hablar, es también escuchar.
Es en el momento de la oración que nos llega la Palabra de Dios y, a veces,
con fuerza inusitada. En aquel momento, la Palabra ya no es una enseñanza
que nos viene del pasado. Se convierte en palabra viva.
La escuchamos en el contexto de nuestra vida.
El Espíritu establece el lazo entre ella y nuestra realidad.
Y es entonces que podemos comprender la voluntad de Dios y podemos entender
qué es lo que Dios pide de nosotros.
Por esta razón, la oración va tan unida a la lectura y reflexión de la Palabra de Dios.
Si en nuestra oración no dejamos lugar al espacio del silencio y la escucha,
perdemos la bendición que significa haber entrado a la presencia del Padre.
Si no es así, entonces la oración sería un monólogo,
cuando siempre ha de ser diálogo, un dar y recibir.
Orar no es sólo tratar de mover a Dios para que quiera lo que yo quiero.
Esta es una actitud totalmente lícita, aunque nunca deberíamos abusar de ella,
porque el que Dios quiere es mucho mejor que lo que nosotros queremos.
Nosotros vemos sólo una parte del panorama total, Dios ve la totalidad.
Nosotros vemos las necesidades inmediatas, El ve el futuro.
Por esto, orar es, también y especialmente, pedir a Dios que
nos mueva a querer lo que El quiere.
Y esto es importante.
En la oración podemos luchar como Jacob, en el torrente de Jaboc,
o como David ante la enfermedad de su hijo, pidiendo cosas muy concretas.
Pero también podemos luchar como Jesús en Getsemaní para que aceptemos y
queramos lo que Dios ha dispuesto.
Y no hacerlo de manera pasiva, sino activa.
Orar es una función del cristiano, personal e intransferible.
Pero también es una acción comunitaria.
Las dos son importantes.
Individualmente, enfatizamos que Dios es
“la hermosa heredad que me ha tocado” (Salmo 16,6);
comunitariamente, manifestamos nuestra solidaridad con un pueblo, el de Dios,
haciendo nuestras sus necesidades y sus preocupaciones.
La recomendación apostólica es clara y limpia:
“estad siempre gozosos, orad sin cesar, dad gracias en todo,
porque esta es la voluntad de Dios para con vosotros en Cristo Jesús”
(1Ts 5,16-18).
Enric Capó